Cogiendo se conoce gente

Una producción de Omar Romay

jueves, mayo 12

El médico e

Después de la comida fuimos a su casa. En la primera cita, sí, pero pintaba bien el cardiólogo (y eso que a mí los médicos…): parecía un chico despierto, ocurrente, teníamos alguna cosa en común, me gustaba, yo le gustaba a él… había "una base", diría la psicopedagoga. Quedaba en Palermo el depto, un piso muy de los setenta –mucha superficie, techo bajo, distribución poco feliz y planta "octogonal" en los vértices– que había sido la casa familiar hasta que sus padres optaron por dejar Buenos Aires, tal como sospeché al entrar: mesa de vidrio negro, sillas de pana, espejo romboidal biselado con marco doré y mucho cuadro, platito, jarrón, carpetita, adorno… si no era decoración de madre, estábamos en problemas.
Igual no alcancé a ver mucho. Eso sí: las sábanas tenían un boladito rosa muy mono.
Hora y media después, me ofreció un café.
"¿Querés un café, chuli?"
El vocativo me descolocó un poco, pero haciendo el oído gordo, acepté (no es cuestión de interrumpir el proceso cognitivo por un mínimo traspié).
Lo esperé sentado junto a la mesa del comedor, pero cuando apareció, trayendo las tazas, propuso: "no, vamos a los sillones, mejor; no hay lugar en la mesa". Y tenía razón: era un mar de papeles organizados en pilitas muy prolijas, cosas de trabajo. "¿Qué son?", pregunté. "Protocolos de medicamentos… ¿sabés qué son?". Sí, claro. Me sorprendió, era demasiado joven y no ocupaba un puesto tan relevante en el equipo en que trabajaba como para dirigir una investigación. "Bueno", pensé, "será brillante en lo suyo".
Yendo hacia los sillones –en la otra punta del living-comedor alargado tipo pecera, proporción 3:1–, frenó frente a un aparador y estirando una taza me señaló un portarretrato: "esa es Fulana" (una amiga de la que me había hablado mucho). Se los veía sonrientes, en una playa, arrodillados sobre la arena blanca. "¡Qué lindo!", dije sincero, "me encantaría ir al caribe con una amiga. En fin, cosas del uno a uno" (era como hablar del clima, "el uno a uno"). "No, no… fue hace dos meses", aclaró. Lo miré asombrado: "¿lo venían planeando hace rato?" Sacudió la cabeza: "fue de un día para el otro, me invitó un laboratorio".
Mientras terminaba de digerir la última frase, o lo intentaba, me acomodé en el sofá. Él dejó las tazas sobre la mesita ratona, se sentó y estirándose, prendió la luz (hasta ahí nos habíamos guiado por el rebote que venía de la otra punta del ambiente, muy tenue). ¡Tarán!… sobre una pared lateral, el Guernica de Picasso. No, no una prolija reproducción enmarcada. ¿Cómo decirlo? Había sido pintado a mano sobre la pared misma, con un pincel de ferretería, transpuesto con el sistema de cuadraditos, supuse al ver que la proporción resultó alterada (en esta versión era más cuadrado). Un mural, digamos. Sí, tal cual, Guernica-mural-living- pared completa.
Quise tener fe: "¿Tomaba clases de pintura, tu mamá?"
"¿Lo decís por el cuadro?"
Asentí, bajando media taza de café de un sólo trago y lamentando no tener el poder de transformarlo en wisqui.
"Lo pinté yo."
Estaba orgulloso.
"Es muy importante para mí, representa muchas cosas…"
Que no pregunte, que no pregunte, que no pregunte, que no…
"¿Te gusta?"
Cagamos.
Elegancia, sutileza, diplomacia: "me gusta mucho Picasso, sí; esta obra me parece un poco violenta para un living, tal vez… no sé".
"Puede ser, pero representa muchas cosas para mí."
"Ah…"
"Tiene que ver con cosas mías muy fuertes, es muy significativo."
No pienso preguntarte. Dejémoslo para la próxima, ¿no es seductor el misterio? Ahora bostezo y digo "uy, mirá la hora que se hi…"
"Pasa que…" Alpiste, fue más rápido. Venía de una enfermedad muy seria, me contó, aún estaba recuperándose y podía tener recaídas. No soy insensible, desde luego, me estaba contando un problema serio y lo escuché con atención, me preocupé y todo. Tenía también una enfermedad crónica, pero más controlable, por suerte. No como las anginas, que tenía cada dos por tres. Por lo de las alergias, claro, aunque las reacciones él era de hacerlas más en piel, no tanto en vías respiratorias. Pero bueno, con todo eso venía postergando la operación de miopía, y necesitaba tanta corrección ya que a veces las lentes le producían cefaleas. No usarlas también, de tanto forzar la vista.
Se hizo un largo silencio.
Me sonrió: "no tendría que haber aceptado lo del restaurant mexicano". No, no, me pidió que no me confunda, no es que no le gustara, pero venía acostumbrado a comer más livianito, y ya empezaba a sentir los efectos del exceso.
"El médico enfermo" lo bautizó mi analista.
Y lo mejor de todo: no termina acá.

(To be continued)