Cogiendo se conoce gente

Una producción de Omar Romay

sábado, mayo 28

Para el museo (del espanto)

From :  xxxxxxxxxxxxxx@hotmail.com
Sent :  Monday, December 13, 2004 6:34 PM
To :  xxxxxxxxxx@hotmail.com
Subject :  Hola!

Hola [Belloto] perdoname ke sea por este medio pero no estoy en buenos aires y no vuelvo hasta la semana ke viene, keria decirte ke despues de pensarlo bastante tome la decicion de alejarme porke en este momento de mi vida no puedo mantener una relacion con nadie, creo yo. Tambien kiero decirte ke me pareces un tipo esepcional y no creo ke te merescas esto, pero yo no puedo ahora darme entero a una relacion, los dias ke salimos fueron muy buenos pero kizas nos apuramos demaciado y nos ekivocamos. Siento haberte lastimado te deseo lo mejor en tu vida ya ke te lo mereces, te mando un fuerte abrazo, hasta siempre [adrian].

jueves, mayo 26

Portándose mal se conoce gente

Habíamos quedado con una amiga de encontrarnos directamente en la fiesta, a las dos más o menos. Llegué puntual. No la encontré en planta baja. Tampoco en el primer piso. Mi infalible intuición me sugirió retirarme, pero no: “por las dudas” subí la escalera empinadita, estrecha y de madera que llevaba a la terraza (muy pre-Cromañón). Ahí tampoco estaba la turra.
Quien sí estaba era M. Lo vi de lejos, conversando con dos amigos que luego reconocí: S y J. Di una vuelta, salí de entre la gente a saludar, los astros se rieron otra vez, intercambiamos alguna frase sobre lo mala que era la fiesta y decidí desplegar “mi encanto”. Es decir, me comporté como un idiota. Mucho tiempo habíamos estado de jueguito histérico M y yo, una de mis razones para ir a esa fiesta era ver si llegábamos a buen puerto, o a alguno. En fin, en esos casos yo soy de ponerme idiota (no se ustedes).
Por suerte para mí, M –con quien la cosa venía de miradita va, miradita viene, pero casi nunca habíamos hablado– estaba por debajo incluso del nivel de idiota: era simplemente aburrido. Ni un buen chiste logró hacer, tanto que J se dedicó a sostenerle la vela haciendo bromas desde el lugar del tercero cómplice. Al pedo, la verdad, porque a cada pie que J le daba, M no hacía más que sonreír a lo pavote.
Me fui, siempre hay que irse un rato, y ya que estaba busqué un trago. Cuando no sé qué hacer en las fiestas busco un trago, para tener las manos ocupadas. Si fuese una persona más segura de sí o si supiese, al menos, que hacer con las manos, bebería menos.
Volví. M no avanzaba. Silencio breve. “Termino el trago y me voy a otro lado”, dije. Por ahí (ley del enganche), si me iba él venía conmigo, y quién sabe, quizás en otro lugar, lejos de tantas miradas conocidas, cambiaba la cosa. El humor comenzó a escasearme cuando cayó en el lugar común de exagerar desmedidamente “la sorpresa” de que tuviésemos la misma edad, subrayando con insistencia exasperante “te daba cinco o seis años más”. Pobre, era el primer palo que se le ocurría después de una tempestad de chanzas propias de tal tipo de situación, pero tampoco era para engolosinarse de semejante manera, la verdad.
No, ni a palos concretaba esa noche.
Más bien, nunca. Fuera del flirt laboral, M era el tedio en persona. “Bueno, hoy no cojo”, pensé, y de inmediato se aflojó la tensión, recuperé la compostura y para pasar el rato me dediqué a charlar con J y S, a todas luces un poco más interesantes que M. Aún así, hubo un momento en que escuchándolos me sentí Joan Collins frente a los niños Von Trap…
A todo esto, cuadro de situación: S era amigo de una amiga, y en los últimos meses nos habíamos cruzado ya una que otra vez. Hablamos del viaje que estaba a punto de hacer. Con J la situación era un poco más complicada. Lo había conocido tres meses antes, al pasar por la casa de mi ex para buscar las últimas cosas mías que quedaban ahí. Nunca lo había visto antes, pero había oído mucho de él: teníamos conocidos en común y era amigo de mi ex. Se habían peleado poco antes de que nosotros trabásemos conocimiento, mi ex y yo, y como suele ocurrir, fue de esas amistades que renancen post-divorcio. Separación complicada, donde a mí me tocaba ser la mala persona, digamos. Por eso mismo, apenas verlo, había dicho a M “bueno, debés tener una idea espantosa de mí”. Sin embargo él se rió, y dijo que tenía sus motivos para desconfiar de la fuente, dando a entender que otra vez se habían peleado.
Y en fin, ahí estábamos, en la terraza de una fiesta donde el organizador proyectaba diapositivas de sus vacaciones contra la pared. (Hay cosas que nunca cambian: cada dos o tres años algún puto habrá de suponer, indefectiblemente, que mostrar las fotos de su “luna de miel” es una intervención estética.) Me quedaba un cuarto de trago, todavía, cuando S, que estaba cansado, dijo “me voy”. A lo que M agregó “voy con vos”, perdiendo los muy pocos puntos que pudieran aún quedar en su haber.
Nos quedamos solos con J. Riéndose me preguntó si no estaba decepcionado por la partida de M. Como corresponde, hice como si la pregunta me tomase por sorpresa. ¿Por qué habría de estarlo? Bueno, a M le parecía –me confió– que yo tenía “intenciones” con él. “Ah…”, dije sonriendo, “M debe suponer que todo el mundo tiene intenciones con él… y curiosamente él no debe tenerlas con nadie”. J sonrió; en efecto, la descripción no debía estar lejos de la verdad. Aclaré, por las dudas, que la verdad no se me cruzaba por la cabeza tener algo con M (cosa que, más allá del resguardo de la dignidad en ese momento, durante esa noche había pasado a ser cierto).
La conversación siguió, más que nada de la mano de J, que vaya a saber por qué parecía muy ansioso por darme la idea de que era modernoso, electrónico. En algún momento habló de su experimentación con las drogas. Consecuentemente, hice alarde de mi pasado cocainómano. Por algún motivo, se lo veía más cómodo cuando llevaba la situación, así que me apresuré a insinuar que mi espíritu mundano y superficial no era sino la coraza de un tierno y frágil corazón.
Pan comido.
“Bajemos un rato a la pista”, propuso. Me invitó un trago. Bailamos. “Ah, no, parece que al final sí cojo”, pensé. Bailamos un poco más. Hice una insinuación descarada. Me explicó, poniéndose serio, que yo le parecía una persona muy interesante, que quería volver a verme y esperaba le diese mi número de teléfono, compartir alguna salida, pero no esa noche. No quería que fuese cosa de una sola noche, pero además estaba aún sensibilizado por su reciente separación.
Transamos contra la pared y un rato después dejamos la pista, para seguir con lo nuestro en unos sillones. “¿Y si nos vamos, mejor?”, pregunté al rato. Otra vez me habló de su separación. Sentía que podía darme unos besos, sí, pero nada más por esa noche. Sin pestañar, en un plano digno del Oscar, contesté “no te equivoques, no quiero más que esto, tampoco, pero quiero que estemos solos, sin tanta gente, tranquilos, abrazarte sin tanto ruido, sin tanto humo (fumo dos atados diarios, aclaro), quiero que estemos bien… además, acá nos conoce todo el mundo ¿no preferís un lugar donde no estés tan expuesto?” Golpe de gracia.
Unos quince minutos más tarde supe que usaba bóxers de algodón sueltos, bastante lindos. Me arrodillé frente a él. Apoyé mis manos sobre el elástico y tiré con fuerzas dejándolo ahora sí totalmente desnudo. Alcancé a escuchar, mientras caía su ropa interior, su voz diciéndome “te aviso que soy sólo activo” (he allí un turn-off). Pero lo escuché a lo lejos, como si de pronto estuviese yo en otro lugar. Me había quedado tieso (ya sé, adjetivo poco feliz para la escena). Ahí, frente a mí, había algo que básicamente podríamos calificar una digna pieza de anatomía minimalista. No es que tenga exigencias desmedidas, para nada. Ocurre que aquello era directamente exiguo. El único modo de acariciarlo era tomándolo entre el pulgar y el índice, perdiéndolo más de una vez. En lo que al sexo oral respecta, se parecía muchísimo más a un cunnilingus que a una fellatio. Y bueno, descubrí también que las pijas chicas pueden ser muchísimo más irritantes que las muy grandes: no terminan nunca de entrar ni salir, se quedan siempre ahí, en la zona irritante. Son peores que un dedo, bah.
“Soy solo activo”, además, significaba “no pienso mover un dedo” como advertí luego, así que el balance fue más bien desastre. Tal vez fuera por las circunstancias, tal vez realmente estuviese compungido por su separación, pero fuera así o estructural, había resultado un amante de mediocre para abajo.
De todos modos, como suelo ser una persona considerada, hablamos dos o tres veces por teléfono. Finalmente, me pidió encontrarnos en un café. Yo le gustaba, me dijo, pero prefería mantener nuestra relación como una amistad y ver qué pasaba con el tiempo. ¿¿¿¿¿¿¿¿?????????
Hice lo mejor posible para parecer contrariado, y poco después dejamos de vernos.
Al poco tiempo, una amiga en común, ML, me contó que habían vuelto, que J “había confesado” su “infidelidad” conmigo y que al parecer era todo un tema. Me desentendí del asunto. Sabía que esa pareja tenía esos funcionamientos.
Aceleremos. Un mes y medio más tarde me encuentro con ML, justamente, en un local nocturno al que habíamos ido porque tocaba Dani Nissenson y después una banda nueva que todo el mundo decía que era muy divertida, de nombre miranda. Después, fiesta en lo de una amiga. En el departamento no había mucha gente, veinte o treinta personas. Conversé con algún conocido y en algún momento terminé en la cocina con la dueña de casa, otra chica, un chico que no conocía y yo. El chico era lindo, tenía un poco de onda, politólogo… no estaba mal. Tampoco importaba demasiado.
Hasta que en un momento él, que venía jugando al galán fatal, confesó que seguía enamorado de su ex novio, que no lograba superarlo. Se llevó la mano al bolsillo, sacó su billetera, la abrió y se la pasó a la dueña de casa para que viera su fotografía. La dueña de casa se la pasó a la amiga. La amiga me la pasó. Se me escapó una carcajada, no pude evitarlo, y los tres me miraron serios. “Vos debés ser N”, dije, devolviéndole la billetera con la foto de J. “Sí…” Con tono de impecable caballero agregué: “yo soy Belloto de Tal”.
Se quedó perplejo. “Fuck”, gritó. Sin embargo, seguimos cruzándonos alguna vez durante la noche. Cuando la fiesta terminó, fui a buscar mi abrigo. La dueña de casa, sorpresivamente, había descubierto su veta lésbica con su amiga, pero N estaba pesadísimo, quería “triangulito” a toda costa. Y se quedaba a dormir, porque estaba muy borracho. “Quedate a dormir, por favor”, me dijo. “Estás loca, si vivo a cinco cuadras”. “Si estás vos es más manejable”, me dijo. En fin, así fue. Las chicas se encerraron en un cuarto, me dieron el otro a mí y a N le tendieron un colchón en el pasillo.
N no se quedaba callado. En un momento se lo escucha rarísimo. “¿Te pasa algo?”, le pregunto desde mi cama. Se para e intenta entrar al cuarto de las chicas. Lo disuado. Lo hago volver a su lugar. Quiere soltarse de mí, rechaza que lo ayude, pero al hacerlo le cuesta mantener el equilibrio, vuelve a apoyarse y escucho una arcada. Detesto atender borrachos, pensé. Lo dejé en la cama. Iba a necesitar un balde, urgente. Por más que busqué, no encontré ninguno, y terminé llevándole una cacerola de la cocina. Fue inmediato. Le sostuve un poco la cabeza. Cuando terminó le llevé agua. “Bue, ya está, dormíte”. “Pará, no te vayas”. Temblaba un poco, tendría un poco de fiebre como reacción. “¿Tomaste algo además de alcohol?”,pregunté. “No, no…” Me quedé sentado. Cada vez que amagaba irme a mi cuarto, me retenía. En algún momento me quedé dormido.
“¿Qué hacés acá?”, me preguntó a la mañana. “Me quedé dormido”, le dije, “estabas descompuesto”. “No me acuerdo”. Me encogí de hombros. “¿Qué hora es?”, pregunté. Serían las ocho. “¿Las chicas duermen?”. Movió la cabeza dando a entender que sí. Me dolía terriblemente la espalda. “Bue, yo voy a dormir un poco más, me voy a la otra cama”. El se paró y caminó hasta la puerta del dormitorio. “No las jodas, N”, alcancé a decirle. Puso cara de orto y fue al baño.
Me acosté en la cama que me correspondía finalmente y no tardé en quedarme dormido. Me despertó al rato un movimiento. Era N. “Acá hace menos frío, ese pasillo está helado”. Era cierto, hacía frío, pero me costó entender en qué podría colaborar al malestar térmico que N me abrazara por detrás y comenzase a masturbarme.
Me di vuelta.
Lo miré.
Era lindo, yo seguía bajo efectos del alcohol y el resto no era problema mío.
Como suele ser, fue un polvo un poco torpe, resacoso, pero en todo sentido N era al menos un amante estándar.
Se despertaron las chicas. Salimos a desayunar por ahí. N tenía que entrar al trabajo en dos horas, necesitaba hacer tiempo. Ellas querían sacárselo de encima, así que se vino a casa. Elogió mi biblioteca, no hicimos mucho, tuvimos una charla relativamente amigable y se fue. Sin embargo, cuando nos cruzamos de vez en cuando, evita saludarme hoy día.
Se reconciliaron poco después, J y N, y durante mucho tiempo J no supo qué había pasado aquella noche. Hasta que meses más tarde…

(continuará)

jueves, mayo 12

El médico e

Después de la comida fuimos a su casa. En la primera cita, sí, pero pintaba bien el cardiólogo (y eso que a mí los médicos…): parecía un chico despierto, ocurrente, teníamos alguna cosa en común, me gustaba, yo le gustaba a él… había "una base", diría la psicopedagoga. Quedaba en Palermo el depto, un piso muy de los setenta –mucha superficie, techo bajo, distribución poco feliz y planta "octogonal" en los vértices– que había sido la casa familiar hasta que sus padres optaron por dejar Buenos Aires, tal como sospeché al entrar: mesa de vidrio negro, sillas de pana, espejo romboidal biselado con marco doré y mucho cuadro, platito, jarrón, carpetita, adorno… si no era decoración de madre, estábamos en problemas.
Igual no alcancé a ver mucho. Eso sí: las sábanas tenían un boladito rosa muy mono.
Hora y media después, me ofreció un café.
"¿Querés un café, chuli?"
El vocativo me descolocó un poco, pero haciendo el oído gordo, acepté (no es cuestión de interrumpir el proceso cognitivo por un mínimo traspié).
Lo esperé sentado junto a la mesa del comedor, pero cuando apareció, trayendo las tazas, propuso: "no, vamos a los sillones, mejor; no hay lugar en la mesa". Y tenía razón: era un mar de papeles organizados en pilitas muy prolijas, cosas de trabajo. "¿Qué son?", pregunté. "Protocolos de medicamentos… ¿sabés qué son?". Sí, claro. Me sorprendió, era demasiado joven y no ocupaba un puesto tan relevante en el equipo en que trabajaba como para dirigir una investigación. "Bueno", pensé, "será brillante en lo suyo".
Yendo hacia los sillones –en la otra punta del living-comedor alargado tipo pecera, proporción 3:1–, frenó frente a un aparador y estirando una taza me señaló un portarretrato: "esa es Fulana" (una amiga de la que me había hablado mucho). Se los veía sonrientes, en una playa, arrodillados sobre la arena blanca. "¡Qué lindo!", dije sincero, "me encantaría ir al caribe con una amiga. En fin, cosas del uno a uno" (era como hablar del clima, "el uno a uno"). "No, no… fue hace dos meses", aclaró. Lo miré asombrado: "¿lo venían planeando hace rato?" Sacudió la cabeza: "fue de un día para el otro, me invitó un laboratorio".
Mientras terminaba de digerir la última frase, o lo intentaba, me acomodé en el sofá. Él dejó las tazas sobre la mesita ratona, se sentó y estirándose, prendió la luz (hasta ahí nos habíamos guiado por el rebote que venía de la otra punta del ambiente, muy tenue). ¡Tarán!… sobre una pared lateral, el Guernica de Picasso. No, no una prolija reproducción enmarcada. ¿Cómo decirlo? Había sido pintado a mano sobre la pared misma, con un pincel de ferretería, transpuesto con el sistema de cuadraditos, supuse al ver que la proporción resultó alterada (en esta versión era más cuadrado). Un mural, digamos. Sí, tal cual, Guernica-mural-living- pared completa.
Quise tener fe: "¿Tomaba clases de pintura, tu mamá?"
"¿Lo decís por el cuadro?"
Asentí, bajando media taza de café de un sólo trago y lamentando no tener el poder de transformarlo en wisqui.
"Lo pinté yo."
Estaba orgulloso.
"Es muy importante para mí, representa muchas cosas…"
Que no pregunte, que no pregunte, que no pregunte, que no…
"¿Te gusta?"
Cagamos.
Elegancia, sutileza, diplomacia: "me gusta mucho Picasso, sí; esta obra me parece un poco violenta para un living, tal vez… no sé".
"Puede ser, pero representa muchas cosas para mí."
"Ah…"
"Tiene que ver con cosas mías muy fuertes, es muy significativo."
No pienso preguntarte. Dejémoslo para la próxima, ¿no es seductor el misterio? Ahora bostezo y digo "uy, mirá la hora que se hi…"
"Pasa que…" Alpiste, fue más rápido. Venía de una enfermedad muy seria, me contó, aún estaba recuperándose y podía tener recaídas. No soy insensible, desde luego, me estaba contando un problema serio y lo escuché con atención, me preocupé y todo. Tenía también una enfermedad crónica, pero más controlable, por suerte. No como las anginas, que tenía cada dos por tres. Por lo de las alergias, claro, aunque las reacciones él era de hacerlas más en piel, no tanto en vías respiratorias. Pero bueno, con todo eso venía postergando la operación de miopía, y necesitaba tanta corrección ya que a veces las lentes le producían cefaleas. No usarlas también, de tanto forzar la vista.
Se hizo un largo silencio.
Me sonrió: "no tendría que haber aceptado lo del restaurant mexicano". No, no, me pidió que no me confunda, no es que no le gustara, pero venía acostumbrado a comer más livianito, y ya empezaba a sentir los efectos del exceso.
"El médico enfermo" lo bautizó mi analista.
Y lo mejor de todo: no termina acá.

(To be continued)

martes, mayo 3

Sabiduría banalizada

Una y otra vez, mi tía Aurora repetía, ante nuestras miradas enormes, "no crean en nada de lo que dicen, los hombres son todos iguales".
"¿Iguales a qué?", pregunté un día inocente.
Me miró con odio.
Tenía razón.