Habíamos quedado con una amiga de encontrarnos directamente en la fiesta, a las dos más o menos. Llegué puntual. No la encontré en planta baja. Tampoco en el primer piso. Mi infalible intuición me sugirió retirarme, pero no: “por las dudas” subí la escalera empinadita, estrecha y de madera que llevaba a la terraza (muy pre-Cromañón). Ahí tampoco estaba la turra.
Quien sí estaba era M. Lo vi de lejos, conversando con dos amigos que luego reconocí: S y J. Di una vuelta, salí de entre la gente a saludar, los astros se rieron otra vez, intercambiamos alguna frase sobre lo mala que era la fiesta y decidí desplegar “mi encanto”. Es decir, me comporté como un idiota. Mucho tiempo habíamos estado de jueguito histérico M y yo, una de mis razones para ir a esa fiesta era ver si llegábamos a buen puerto, o a alguno. En fin, en esos casos yo soy de ponerme idiota (no se ustedes).
Por suerte para mí, M –con quien la cosa venía de miradita va, miradita viene, pero casi nunca habíamos hablado– estaba por debajo incluso del nivel de idiota: era simplemente aburrido. Ni un buen chiste logró hacer, tanto que J se dedicó a sostenerle la vela haciendo bromas desde el lugar del tercero cómplice. Al pedo, la verdad, porque a cada pie que J le daba, M no hacía más que sonreír a lo pavote.
Me fui, siempre hay que irse un rato, y ya que estaba busqué un trago. Cuando no sé qué hacer en las fiestas busco un trago, para tener las manos ocupadas. Si fuese una persona más segura de sí o si supiese, al menos, que hacer con las manos, bebería menos.
Volví. M no avanzaba. Silencio breve. “Termino el trago y me voy a otro lado”, dije. Por ahí (ley del enganche), si me iba él venía conmigo, y quién sabe, quizás en otro lugar, lejos de tantas miradas conocidas, cambiaba la cosa. El humor comenzó a escasearme cuando cayó en el lugar común de exagerar desmedidamente “la sorpresa” de que tuviésemos la misma edad, subrayando con insistencia exasperante “te daba cinco o seis años más”. Pobre, era el primer palo que se le ocurría después de una tempestad de chanzas propias de tal tipo de situación, pero tampoco era para engolosinarse de semejante manera, la verdad.
No, ni a palos concretaba esa noche.
Más bien, nunca. Fuera del
flirt laboral, M era el tedio en persona. “Bueno, hoy no cojo”, pensé, y de inmediato se aflojó la tensión, recuperé la compostura y para pasar el rato me dediqué a charlar con J y S, a todas luces un poco más interesantes que M. Aún así, hubo un momento en que escuchándolos me sentí Joan Collins frente a los niños Von Trap…
A todo esto, cuadro de situación: S era amigo de una amiga, y en los últimos meses nos habíamos cruzado ya una que otra vez. Hablamos del viaje que estaba a punto de hacer. Con J la situación era un poco más complicada. Lo había conocido tres meses antes, al pasar por la casa de mi ex para buscar las últimas cosas mías que quedaban ahí. Nunca lo había visto antes, pero había oído mucho de él: teníamos conocidos en común y era amigo de mi ex. Se habían peleado poco antes de que nosotros trabásemos conocimiento, mi ex y yo, y como suele ocurrir, fue de esas amistades que renancen post-divorcio. Separación complicada, donde a mí me tocaba ser la mala persona, digamos. Por eso mismo, apenas verlo, había dicho a M “bueno, debés tener una idea espantosa de mí”. Sin embargo él se rió, y dijo que tenía sus motivos para desconfiar de la fuente, dando a entender que otra vez se habían peleado.
Y en fin, ahí estábamos, en la terraza de una fiesta donde el organizador proyectaba diapositivas de sus vacaciones contra la pared. (Hay cosas que nunca cambian: cada dos o tres años algún puto habrá de suponer, indefectiblemente, que mostrar las fotos de su “luna de miel” es una intervención estética.) Me quedaba un cuarto de trago, todavía, cuando S, que estaba cansado, dijo “me voy”. A lo que M agregó “voy con vos”, perdiendo los muy pocos puntos que pudieran aún quedar en su haber.
Nos quedamos solos con J. Riéndose me preguntó si no estaba decepcionado por la partida de M. Como corresponde, hice como si la pregunta me tomase por sorpresa. ¿Por qué habría de estarlo? Bueno, a M le parecía –me confió– que yo tenía “intenciones” con él. “Ah…”, dije sonriendo, “M debe suponer que todo el mundo tiene intenciones con él… y curiosamente él no debe tenerlas con nadie”. J sonrió; en efecto, la descripción no debía estar lejos de la verdad. Aclaré, por las dudas, que la verdad no se me cruzaba por la cabeza tener algo con M (cosa que, más allá del resguardo de la dignidad en ese momento, durante esa noche había pasado a ser cierto).
La conversación siguió, más que nada de la mano de J, que vaya a saber por qué parecía muy ansioso por darme la idea de que era modernoso, electrónico. En algún momento habló de su experimentación con las drogas. Consecuentemente, hice alarde de mi pasado cocainómano. Por algún motivo, se lo veía más cómodo cuando llevaba la situación, así que me apresuré a insinuar que mi espíritu mundano y superficial no era sino la coraza de un tierno y frágil corazón.
Pan comido.
“Bajemos un rato a la pista”, propuso. Me invitó un trago. Bailamos. “Ah, no, parece que al final sí cojo”, pensé. Bailamos un poco más. Hice una insinuación descarada. Me explicó, poniéndose serio, que yo le parecía una persona muy interesante, que quería volver a verme y esperaba le diese mi número de teléfono, compartir alguna salida, pero no esa noche. No quería que fuese cosa de una sola noche, pero además estaba aún sensibilizado por su reciente separación.
Transamos contra la pared y un rato después dejamos la pista, para seguir con lo nuestro en unos sillones. “¿Y si nos vamos, mejor?”, pregunté al rato. Otra vez me habló de su separación. Sentía que podía darme unos besos, sí, pero nada más por esa noche. Sin pestañar, en un plano digno del Oscar, contesté “no te equivoques, no quiero más que esto, tampoco, pero quiero que estemos solos, sin tanta gente, tranquilos, abrazarte sin tanto ruido, sin tanto humo (fumo dos atados diarios, aclaro), quiero que estemos bien… además, acá nos conoce todo el mundo ¿no preferís un lugar donde no estés tan expuesto?” Golpe de gracia.
Unos quince minutos más tarde supe que usaba bóxers de algodón sueltos, bastante lindos. Me arrodillé frente a él. Apoyé mis manos sobre el elástico y tiré con fuerzas dejándolo ahora sí totalmente desnudo. Alcancé a escuchar, mientras caía su ropa interior, su voz diciéndome “te aviso que soy sólo activo” (he allí un turn-off). Pero lo escuché a lo lejos, como si de pronto estuviese yo en otro lugar. Me había quedado tieso (ya sé, adjetivo poco feliz para la escena). Ahí, frente a mí, había algo que básicamente podríamos calificar una digna pieza de anatomía minimalista. No es que tenga exigencias desmedidas, para nada. Ocurre que aquello era directamente exiguo. El único modo de acariciarlo era tomándolo entre el pulgar y el índice, perdiéndolo más de una vez. En lo que al sexo oral respecta, se parecía muchísimo más a un cunnilingus que a una fellatio. Y bueno, descubrí también que las pijas chicas pueden ser muchísimo más irritantes que las muy grandes: no terminan nunca de entrar ni salir, se quedan siempre ahí, en la zona irritante. Son peores que un dedo, bah.
“Soy solo activo”, además, significaba “no pienso mover un dedo” como advertí luego, así que el balance fue más bien desastre. Tal vez fuera por las circunstancias, tal vez realmente estuviese compungido por su separación, pero fuera así o estructural, había resultado un amante de mediocre para abajo.
De todos modos, como suelo ser una persona considerada, hablamos dos o tres veces por teléfono. Finalmente, me pidió encontrarnos en un café. Yo le gustaba, me dijo, pero prefería mantener nuestra relación como una amistad y ver qué pasaba con el tiempo. ¿¿¿¿¿¿¿¿?????????
Hice lo mejor posible para parecer contrariado, y poco después dejamos de vernos.
Al poco tiempo, una amiga en común, ML, me contó que habían vuelto, que J “había confesado” su “infidelidad” conmigo y que al parecer era todo un tema. Me desentendí del asunto. Sabía que esa pareja tenía esos funcionamientos.
Aceleremos. Un mes y medio más tarde me encuentro con ML, justamente, en un local nocturno al que habíamos ido porque tocaba Dani Nissenson y después una banda nueva que todo el mundo decía que era muy divertida, de nombre miranda. Después, fiesta en lo de una amiga. En el departamento no había mucha gente, veinte o treinta personas. Conversé con algún conocido y en algún momento terminé en la cocina con la dueña de casa, otra chica, un chico que no conocía y yo. El chico era lindo, tenía un poco de onda, politólogo… no estaba mal. Tampoco importaba demasiado.
Hasta que en un momento él, que venía jugando al galán fatal, confesó que seguía enamorado de su ex novio, que no lograba superarlo. Se llevó la mano al bolsillo, sacó su billetera, la abrió y se la pasó a la dueña de casa para que viera su fotografía. La dueña de casa se la pasó a la amiga. La amiga me la pasó. Se me escapó una carcajada, no pude evitarlo, y los tres me miraron serios. “Vos debés ser N”, dije, devolviéndole la billetera con la foto de J. “Sí…” Con tono de impecable caballero agregué: “yo soy Belloto de Tal”.
Se quedó perplejo. “Fuck”, gritó. Sin embargo, seguimos cruzándonos alguna vez durante la noche. Cuando la fiesta terminó, fui a buscar mi abrigo. La dueña de casa, sorpresivamente, había descubierto su veta lésbica con su amiga, pero N estaba pesadísimo, quería “triangulito” a toda costa. Y se quedaba a dormir, porque estaba muy borracho. “Quedate a dormir, por favor”, me dijo. “Estás loca, si vivo a cinco cuadras”. “Si estás vos es más manejable”, me dijo. En fin, así fue. Las chicas se encerraron en un cuarto, me dieron el otro a mí y a N le tendieron un colchón en el pasillo.
N no se quedaba callado. En un momento se lo escucha rarísimo. “¿Te pasa algo?”, le pregunto desde mi cama. Se para e intenta entrar al cuarto de las chicas. Lo disuado. Lo hago volver a su lugar. Quiere soltarse de mí, rechaza que lo ayude, pero al hacerlo le cuesta mantener el equilibrio, vuelve a apoyarse y escucho una arcada. Detesto atender borrachos, pensé. Lo dejé en la cama. Iba a necesitar un balde, urgente. Por más que busqué, no encontré ninguno, y terminé llevándole una cacerola de la cocina. Fue inmediato. Le sostuve un poco la cabeza. Cuando terminó le llevé agua. “Bue, ya está, dormíte”. “Pará, no te vayas”. Temblaba un poco, tendría un poco de fiebre como reacción. “¿Tomaste algo además de alcohol?”,pregunté. “No, no…” Me quedé sentado. Cada vez que amagaba irme a mi cuarto, me retenía. En algún momento me quedé dormido.
“¿Qué hacés acá?”, me preguntó a la mañana. “Me quedé dormido”, le dije, “estabas descompuesto”. “No me acuerdo”. Me encogí de hombros. “¿Qué hora es?”, pregunté. Serían las ocho. “¿Las chicas duermen?”. Movió la cabeza dando a entender que sí. Me dolía terriblemente la espalda. “Bue, yo voy a dormir un poco más, me voy a la otra cama”. El se paró y caminó hasta la puerta del dormitorio. “No las jodas, N”, alcancé a decirle. Puso cara de orto y fue al baño.
Me acosté en la cama que me correspondía finalmente y no tardé en quedarme dormido. Me despertó al rato un movimiento. Era N. “Acá hace menos frío, ese pasillo está helado”. Era cierto, hacía frío, pero me costó entender en qué podría colaborar al malestar térmico que N me abrazara por detrás y comenzase a masturbarme.
Me di vuelta.
Lo miré.
Era lindo, yo seguía bajo efectos del alcohol y el resto no era problema mío.
Como suele ser, fue un polvo un poco torpe, resacoso, pero en todo sentido N era al menos un amante estándar.
Se despertaron las chicas. Salimos a desayunar por ahí. N tenía que entrar al trabajo en dos horas, necesitaba hacer tiempo. Ellas querían sacárselo de encima, así que se vino a casa. Elogió mi biblioteca, no hicimos mucho, tuvimos una charla relativamente amigable y se fue. Sin embargo, cuando nos cruzamos de vez en cuando, evita saludarme hoy día.
Se reconciliaron poco después, J y N, y durante mucho tiempo J no supo qué había pasado aquella noche. Hasta que meses más tarde…
(continuará)